Apareció en la playa, en un rincón perdido. Era un recipiente conteniendo parte de las cenizas de un difunto. El recipiente contaba con una inscripción alusiva a la identidad del muerto.
Difícil es imaginar la sorpresa del autor del hallazgo: Tendido plácidamente al sol, torrandote, soportando las finas cuentas de arena clavándose en tu espalda y espantando de vez en cuando a alguna mosca cojonera, cuando, de repente, notas que las olas han llevado hasta ti el cadáver incinerado de un señor, (o de una señora), que Dios tenga en su santa gloria. Sorpresa mayúscula, ¿no?.
Puestos a imaginar, porque los muertos siempre salen de algún sitio, (claro, salen …. de la vida), los atribulados familiares debieron arrojar al mar los restos calcinados de su ser querido, tal vez, cumpliendo algún íntimo deseo del difunto, quien seguramente prefería recorrer mundo, aún después de muerto, que permanecer por tiempo indefinido en una urna sobre la tele del salón de casa. Pero el mar no quiere lo que no es suyo y lo devuelve importándole un bledo lo que hubiera querido el difunto y haciendo caso omiso a esos íntimos deseos.
Es de suponer que el muerto fue arrojado al mar dentro de su urna cerámica, herméticamente cerrada, salvaguardando y protegiendo los restos de lo que en algún momento fue un ser humano. Las caprichosas corrientes marinas lo debieron arrastrar por esos mundos acuosos de Dios, hasta encontrar la oportunidad de escupirlo fuera de su alcance.
Las urnas funerarias deberían ser construidas con materiales degradables, bien al contacto con el agua, bien al contacto con el tiempo. Mientras tanto, lo acertado sería esparcir las cenizas cuidando, especialmente, de no incurrir en el error de arrojarlas contra el viento a fin de evitar llevarte pegado al cuerpo parte del muerto.
En fin, es solo una sugerencia a tener en cuenta si lo que realmente queremos es que los muertos no regresen de donde fueron colocados para reposar en su descanso eterno.
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